Tiene que pasar el tiempo para volver a toparse con la
sensación de que se entiende algo. Un@ tiene un primer encuentro con un texto,
musicado o no, escrito o hablado, en prosa o en verso; o con una circunstancia,
vivida o imaginada, sobre la que se construye un “primer” texto (sólo mediante
palabras podemos interpretar lo que nos
ocurre. ¿Será verdad o será más basura especista?). Un@ cree que entiende: la
persona lectora se da un revolcón con las letras, las mira de frente, las soba
y se deja sobar por ellas… Fruto de tan íntimo y apasionado contacto, surge el
clímax: la sensación de haber comprendido y, a la vez que el orgasmo, nace el
sentido. La persona seducida por una
circunstancia sólo puede rememorar
amoríos pasados, escarbar en la memoria erótica para extraer palabras vivas,
cálidas, palpitantes, que sirvan para extasiarse y parir un texto allí donde,
en principio, no lo hay. Estas infidelidades, es decir, el recurso a
sentidos-orgasmos pasados para alumbrar los nuevos, se dan, tanto en el caso del procesamiento de
las letras, como en el de las experiencias. La promiscuidad es inevitable.
Voces curiosas
han emitido rumores varios acerca de esas relaciones entre sujeto y texto,
entre lector y significado… Un tal Derrida incluso ha llegado a decir que nada
existe fuera del texto. Así se las gastan algunos postestructuralistas. Sus
ocurrencias son dignas de análisis sociológico, pero esa no es la cuestión que
quiero abordar ahora y, para ser sincera, tampoco estoy preparada para ello.
A lo que voy es
que un@ tiene esa maravillosa sensación de haber comprendido algo y parece que
ya está todo dicho; la relación con el texto se da por muerta y éste ya sólo vuelve
a nosotros en forma de complaciente recuerdo. En efecto, nos regocijamos
citando algunas palabras significativas cuando creemos que es oportuno,
recitando un verso cuando pensamos que viene a cuento y aplicando las conclusiones de nuestra
interpretación de una circunstancia a otra que se nos antoja parecida. Sin
embargo, no hay nada como la sensación de ese encuentro primero, la sensación
de haber comprendido un texto (o circunstancia)… Afortunadamente, tal y como
todo parece indicar, el sentido depende tanto de lo escrito y de quien lo
escribió (por mucho que algunos pensadores insistan en hacer que el sujeto escritor
desaparezca), como del sujeto receptor activo. Las letras, muertas, ya no
cambiarán; pero los sujetos, vivos, sí lo harán. Por tanto, aún hay una
esperanza, aún hay una nueva posibilidad de flirteo. La persona lectora (que
puede ser quien escribió el texto o simplemente un@ de sus múltiples
lector@s-amantes), puede volver a hacer que esas letras palpiten llenas de vida
entre sus ojos. Otro gran orgasmo es posible, uno que supera al primero: una
nueva sensación de haber comprendido.
¿A quién no le
ha pasado eso?.
Empecé a leer
a Nietzsche cuando tenía 14 años. Pasaron quince años desde entonces. El primer
encuentro se dio bajo el fuerte sol que alumbra y calienta las tierras de
Guerrero, en aquella zona donde pululan l@s turistas. Eso era yo, una turista
de clase media, una “blanquita” (ahora una “morena” en tierras de gente de piel
pálida), una privilegiada en el país de las grandes desigualdades sociales
(ahora, una desempleada endeudada en la Europa que tiembla, que se agrieta, y
que deja escapar el bienestar que benefició a algunos por esas fisuras que no prometen
más que agrandarse y que nunca benefició a numerosos individuos: a la Otra
cuando es ama de casa, cuando es puta, o cualquier cosa intermedia o
circundante; a le Otre “discapacitade”; a li Otri inmigrante; a lu Otru
inclasificable y, desde siempre, y pisoteado por Otra/e/i/o/u, al@ Otr@ cuando
es no-humano, y una prueba de ello es que no tengo palabra satisfactoria para
definirl@ positivamente – ¡Hay que inventarla!).
* Me gusta mucho meter cosas entre paréntesis. No
sacrificaré las ideas por la estética. Si no te gusta, haz “clic” donde
corresponda y esfúmate.
Sí, sólo era
una turista blanquita privilegiada, una inconsciente más que se bañaba en las
aguas del Pacífico, que bebía agua de coco bien fresquita y que se enamoraba del sol y de la alegría que
percibía en el lugar. Sin embargo, me sentía diferente: yo leía Así habló
Zaratustra…
(Delirios
de grandeza adolescentes aparte….)
A lo largo de
todo ese tiempo he vuelto, ocasionalmente, a los mismos textos apasionados del
filósofo que quemaba con el fuego de sus afirmaciones lo que era preciso
reducir a cenizas para seguir adelante con la cabeza bien alta. Evidentemente,
mi sensación de haber comprendido era muy diferente a los 14 que a los 20, y
aún era diferente otra vez a los 25. Muchas letras me sedujeron desde entonces
y, mi sensación de haber comprendido de los 14, me parece ahora una cosa
pequeña. Sí, igual que ocurre con los progresos en las artes amatorias… Cada
vez me parece más afortunada la metáfora.
Todo este
asunto de los reencuentros con los textos y las nuevas comprensiones pasa por
mi mente porque recientemente tuve una gran sensación de haber comprendido un
texto que obscureció por completo la “aventurilla” adolescente que tuve con el
mismo en el pasado. Se trata de la canción de un grupo de rock mexicano llamado
La Maldita Vecindad. Aclaro, para l@s quisquillos@s, que uso el término “rock”
en el sentido amplísimo en que casi todo el mundo suele emplear.
En verdad no
recuerdo cuando escuché aquella canción por primera vez. Era una niña. Me sentí
orgullosa cuando reconocí algunos de los nombres que los conquistadores
procedentes de la península Ibérica usaron para articular su ridículo y
opresivo sistema de castas. Digo “conquistadores procedentes de la península
Ibérica” porque España ni siquiera existía en aquél entonces, por mucho que el
nacionalismo español (proyecto imperialista desde su gestación), se empeñe en
obscurecer este hecho. Me niego a decir conquistadores españoles porque las
palabras importan. Y quiero remarcar también el sujeto: “conquistadores”, ya que
la inmensa parte de la población de los reinos existentes en esos tiempos vivía bajo el yugo de los mismos opresores (y
de otros). Aclaro que no pretendo comparar las injurias cometidas a un lado y
otro del inmenso océano. De todas formas, no olvidemos que las luchas son entre
los poderosos y por el interés de los poderosos, no entre los pueblos, a quienes
lo que beneficia es la paz y no el derramamiento de sangre y la destrucción.
Poco antes de
escuchar la canción de la que hablo, Salta
pa´trás, había visitado un museo en
el que me topé por primera vez con aquella infamia de las castas. Fui por indicación de la maestra de 3º de primaria.
Ésta, racista resentida (podría respaldar mi afirmación con numerosos hechos),
refiriéndose al fenómeno de la clasificación política de los seres humanos que
tuvo lugar en el territorio de lo que hoy es México, aprovechó para decir en
tono irónico: “¡Esa es la cultura que tenían los españoles!”, cometiendo, así,
el mismo error moral de los ya muertos opresores: situarse en la posición del
Amo, quien siempre dirige una mirada homogeneizadora al Otro….
Fue por esa
productiva visita que los nombres que se gritaban en esa canción me resultaban
inteligibles: castizo, lobo, jíbaro,
chino, salta pa´tras… Contenta,
creí entender que era una canción contra el racismo.
Cruzarme con esa maestra xenófoba, simplificadora,
machista y fanática tuvo algún aspecto positivo. El sentido del encuentro con ese personaje acaba de nacer,
por cierto, ahora mismo, entre los gemidos de los dedos que golpean las teclas
de mi portátil. Has asistido a un orgasmo.
Respecto de
esa canción en la que aparecen los nombres que se usaron para establecer
jerarquías en “La Nueva España”, dije - y eso es a lo que quiero llegar después
de tanto rodeo - que, recientemente, tuve
un reencuentro. Se trata de un potente texto musicado que nos habla de
jerarquías antiguas basadas en la raza, sí, como ya lo supe en edad temprana,
pero también actuales y basadas en otros factores, aspecto que me pasó
totalmente desapercibido entonces. Estoy sorprendida del mensaje que me parece
haber encontrado (digo “me parece haber
encontrado” porque, como pienso que sí hay algo más allá del texto, y aunque mi
“creer entender” me proporcione alegrías, sigo buscando al escurridizo sujeto
escritor detrás de las palabras). Mi nueva comprensión, muy lejos ya de la niña
que se quedó sorprendida con la gruesa tabla de madera que colgaba de la pared
de aquél museo en el que se explicaba cómo debían ser agrupados los seres
humanos dependiendo de si su llegada al mundo era fruto de la cópula ( en demasiadas ocasiones
forzada y violenta, ahora lo sé) entre un@ blanc@ y un@ indi@, o de un@ indi@ y un@ negr@, o cualquier otra combinación que fuese posible (posible
de crear, posible de leer), es la comprensión ya mediada por Foucault, por
teóricas feministas, por el pensamiento postcolonial, por la constatación
experiencial de que las castas existen aunque no haya gruesas tablas en las que
se indiquen los nuevos nombres y no figuren explícitamente en ninguna ley.
Continúa aquí:
De hermenéutica, poder y la Maldita Vecindad (y los hijos del quinto patio). parte 2.
http://www.hoyideashoy.blogspot.com.es/2012/05/de-hermeneutica-poder-y-la-maldita_21.html
Lupita D.
De hermenéutica, poder y la Maldita Vecindad (y los hijos del quinto patio). parte 2.
http://www.hoyideashoy.blogspot.com.es/2012/05/de-hermeneutica-poder-y-la-maldita_21.html
Lupita D.
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